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El viaje que cambió mi vida

Para comenzar a contar esta historia tenemos que viajar a 2015. En ese momento tenía 17 años y a pesar de haber hecho voluntariados y brindar apoyo en mi comunidad, nada había cambiado mi vida hasta ese momento.

Un día en mi grupo de misiones nace la oportunidad de irnos a Chaco, Argentina. Una de las provincias más afectadas por la pobreza, ya que más del 50% de su población se encuentra dentro de este índice. Nuestra principal labor era llevarles esperanzas, acompañarlos en ese difícil momento, y colaborar en una escuela rural con clases extracurriculares. Partimos un 28 de junio, desde Uruguay rumbo a Argentina, un micro nos llevaría hasta Concordia donde tomaríamos un bus hasta Corrientes y desde ahí al centro de Chaco.


La temperatura no superaba los 12°C y llovió durante todo el recorrido, algunos decían que era un buen augurio. Al llegar al centro de Chaco una van nos esperaba para trasladarnos hasta la ciudad de Tres Isletas y desde ahí a la escuela rural donde nos hospedamos. Y ahí… fue donde la verdadera aventura comenzó.


En el periodo en el que fuimos, los alumnos se encontraban en vacaciones de invierno, por lo cual la escuela estaba vacía, entramos en el primer salón donde nos instalamos, y comenzamos a preparar nuestros sacos de dormir, en el suelo de cemento.


Hasta ese momento, no me había dado cuenta lo afortunada que era por lo que la vida me había dado. Y no hablo solo de una cama donde dormir, ni de calefacción durante la noche, hablo de seguridad y bienestar. El simple hecho de abrir una canilla y que saliese agua potable era un lujo que no me había cuestionado antes. Vivimos quince días en este lugar, con muchísimo calor durante el día y muchísimo frío durante la noche; levantándonos a las 5 am para prender el fuego y poder calentar la leche para desayunar, obteniendo agua desde el pozo, tanto para beber como para bañarnos y utilizando una letrina como baño.


A pesar de cómo interpreten lo que acaban de leer, cada uno de esos motivos hizo mi viaje aún más increíble, porque no se trata de cómo viviste o lo que tuviste que hacer, sino de lo que aprendiste en el proceso. Porque ser voluntario no es simplemente ir a colaborar y olvidarse, implica un compromiso mucho mayor con uno mismo.


Si yo no hubiese abierto mi mente para auto conocerme, para valorar cada instante y cada oportunidad, no hubiese podido aguantar y no tendría hoy esta gran historia que contar.

En este breve periodo de tiempo aprendí a replantearme mi concepto de felicidad, cada detalle cuenta incluso aunque veas todo gris siempre hay algo por lo cual ser feliz.


Aprendí también a dar siempre mi apoyo a quien lo necesite, por más insignificante que parezca esa acción.



Entendí que a pesar de lo largo del camino y lo cansado que estés, siempre vale la pena intentarlo hasta al final.


Y para seguir contándoles desde lo vivido, 6 am luego de desayunar, partíamos en una caminata sin destino fijo en busca de alguien que necesitara nuestra ayuda o simplemente alguien para charlar, eran eternas caminatas de 10 o 15 km para encontrar alguna casa e ir a saludar, pero el trayecto no era tan positivo, muchas veces pensamos en regresar, porque se hacia tarde o estábamos muy cansados, pero una frase de un compañero se me grabó en el corazón “Si hay un camino, hay alguien que puede necesitarnos” y ese mismo día, luego de más de 5 horas caminando sin parar, entre el barro y a punto de regresar vimos a lo lejos una pequeña casita.



Donde una señora nos estaba esperando a pesar de que no sabia que íbamos. El abrazo que nos dió al vernos valió todos los pasos dados hasta el momento. Hacía dos meses había perdido a su marido, y su hijo vivía en la capital porque estaba estudiando para ser maestro, ella trabajaba el ganado y la agricultura para poder ayudarlo.


Trabajamos juntos en sus labores y charlamos durante todo el día, nos confesó que el ganado estaba muriendo debido a un virus y que la cosecha no iba bien pero que aún tenía esperanza, cayendo la noche nos tocaba retomar el largo camino de regreso y antes de irnos nos pidió un momento, cuando regresó traía leche, huevos y vegetales, nos los obsequió y a pesar de negarnos nos dimos cuenta que para ella y para nosotros ese día compartido había sido mucho más valioso que cualquier otra cosa.



Y para terminar, como última lección del viaje y si ya la has oído antes, debe ser porque es verdad: Por más largo y duro que sea el camino, nunca hay que bajar los brazos.

Al final de todo, la lluvia si es buen augurio, ya que un comienzo lluvioso me dio la mejor experiencia de mi vida.


Melissa Boneo


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